07/03/2003
Joaquín Abad | Martes 10 de junio de 2014
No se si hablarles hoy de lo de Maragall, a cuenta de lo que piensa de la tortura a los periodistas vascos, o de lo que se nos viene encima, a cuenta de la escasez de petróleo en el territorio americano y sus consecuencias a la economía de ese gigante con sus juguetes, acostumbrado a poner y quitar reyes en medio mundo.
Ahora que descubrimos, o que otros descubren, que la sola acción de aislar a un detenido durante setenta y dos horas, sin lectura, sin televisión, sin una silla donde sentarse, sin nadie con quien hablar, sin comer, y con un grifo por bebida se puede considerar tortura. Porque son muchas horas sin saber la hora, sin saber si es de día o de noche. Sin saber si te van a trasladar a otras dependencias para que declares de una vez ante el dios-juez, o si te van a trasladar en un magnífico furgón, aislado como si fueras carne congelada, a otras dependencias policiales que desconoces…
No comprendo a Pascual Maragall, próximo presidente de la Generalidad de Cataluña. No comprendo el arropar a los próximos a Eta cuando los de su partido, los socialistas, están necesitando escolta en el país del “jesuita” Javier Arzallus. Porque no paran de matarlos. No comprendo al otro socialista, Odon Elorza, alcalde de San Sebastián, tomando posiciones vergonzantes y más cerca de los bárbaros que de sus víctimas. Este alcalde, calvo y con cara de extraterrestre cabreado, parece que se equivocó de partido o lo utilizó para hacerse con la alcaldía de la capital donostiarra, cuando debería estar sentado junto a Arnaldo Otegui.
Pero es verdad que los de Egunkaria debieron sentirse torturados por la Guardia Civil, o por la Policía que los llevaba detenidos. Las dependencias policiales españolas, los calabozos, no son la prisión donde los reclusos de Eta eligen menú, horarios de visitas y compañías. En los calabozos de la Audiencia Nacional, como en los de cualquier comisaría, no hay luz natural. No hay lavabo. No te permiten utensilios personales y por despojarte, hasta te retiran el cinturón y los cordones de los zapatos, no sea que alguno no resista tanta tortura y se suicide. En los calabozos, que no en las celdas de las cárceles, los minutos se hacen horas, las horas días y los días semanas. En sí ese aislamiento es la mayor tortura que le hacen al detenido para que se le descomponga el cuerpo, le crezca la barba, sude como un cerdo y cuando llegue ante el juez-dios se venga a bajo y le confiese sus pecados, porque sólo desea volver a la vida habitual que le han privado.
Pero son miles, quizá millones, los detenidos-torturados, en esta España donde los delincuentes se han multiplicado tras el milagro de la inmigración magrebí, argelina y subsahariana. Cada año se tortura a una millonada de carteristas, tironeros, delincuentes de poca monta a los que se les sorprende y encierra en un calabozo hasta que el juez-dios decide si debe ingresar en prisión o, la mayoría de las veces, queda en libertad. Sobre la tortura diaria que reciben esos millones de inmigrantes indocumentados Maragall no dice nada, pero lo pasan igual de mal que el director de Egunkaria.
A lo mejor Maragall se cree que todas las detenciones a delincuentes son como las que se practican a sus paisanos Pascual Estevill, o a Javier de la Rosa… A esos la tortura es quitarles la fortuna que robaron. Porque no pasan por los calabozos. Van directamente del yate a la cárcel donde se les mima y cuida para que cuando salgan sigan siendo tan generosos como antes. ¿Me entiende, lector?