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La parábola del hijo pródigo

La relación entre catalanes y españoles evoca la de los vínculos fraternales

Por Joaquín Abad
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martes 10 de junio de 2014, 12:58h
El clima emocional de la opinión catalana parece estar agriándose conforme pasa el tiempo. Mientras el proceso de consulta emprendía su andadura, muchos hablaban de una primavera catalana en alusión a la primavera árabe. Pero cuando se acerca la hora de la verdad al final del tricentenario, y el proceso amenaza con encallar, se diría que la primavera se está mudando en otoño hasta volver las cañas lanzas.


Así pude notarlo en mis propias carnes cuando mi última tribuna del fin de año en estas páginas (“El misterioso caso catalán”, 31-12-13) mereció un airado coro de agresivas respuestas por parte de grandes firmas en La Vanguardia. Y todas ellas me acusaban de haber confundido las cosas al relacionar el nacionalismo catalán con la familia troncal. No perderé tiempo en defenderme, pues el citado argumento no es mío sino del célebre demógrafo histórico Emmanuel Todd, discípulo del gran Peter Laslett en la Escuela de Cambridge. Es el mismo argumento que después haría suyo un respetado historiador gerundense que hoy profesa en la ÉHÉSS de París, Jordi Canal, quien recurrió al modelo de familia troncal de Todd para explicar el carlismo catalán y vasconavarro, después transmutado en nacionalismo irredento. Y algo análogo ha hecho en estas páginas otro economista catalán, César Molinas, cuando ha recurrido al concepto de casa pairal (también vinculado a la familia troncal) para explicar el anacronismo nacionalista. Por mi parte no pretendo predicar relaciones de causa a efecto entre el derecho civil catalán y las reivindicaciones nacionalistas, pero sí me parece plausible admitir algún tipo de afinidades electivas (ese concepto de Goethe que fue usado por Weber como sucedáneo de causalidad) entre ambas realidades históricas, la una demográfica y la otra cultural. Mea culpa.

Por lo demás, no he sido el único en recurrir a la metáfora de las relaciones familiares para explicarme el gran éxito retórico que ha tenido el framing del derecho a decidir. Tres cuartas partes de los catalanes de todos los colores políticos creen que les asiste el derecho a decidir unilateralmente su destino común frente al de los demás españoles. Pero esa creencia sólo se puede justificar mediante la metáfora del derecho al divorcio, como ejemplo evidente de ruptura del contrato matrimonial libremente elegido por ambas partes. Ahora bien, ése es el único vínculo familiar que se puede romper unilateralmente. Pues los demás vínculos, el fraternal y el paternofilial, no se pueden decidir ni romper voluntariamente. No puedes divorciarte de tus padres, de tus hermanos ni de tus hijos porque tampoco has podido elegirlos libremente. En el parentesco consanguíneo no puede regir el derecho a decidir, que sólo es aplicable al parentesco afín o político, y aun eso teniendo en cuenta los derechos colaterales pero prioritarios de los hijos. En conclusión, para tener derecho a decidir la ruptura de un compromiso adquirido es preciso que antes se haya tenido la libertad de elegirlo.

Es este el caso de Escocia, precisamente, que decidió libremente ingresar en el Reino Unido en 1707 al firmar el Tratado de la Unión. Pero no es el caso de los catalanes, cuya relación con los demás españoles se parece mucho más a los vínculos fraternales. Es la clásica pelea entre hermanos que riñen por el reparto del patrimonio familiar heredado de sus mayores. Y el hereu o primogénito catalán desea romper los compromisos históricos que le vinculan al resto de hermanos, ya sean aragoneses, valencianos y baleares o castellanos. De ahí el síndrome de familia troncal o casa pairal, que el hereu desea apropiarse para sí excluyendo a sus hermanos del disfrute del patrimonio común. Y para expresarlo metafóricamente, nada mejor que la parábola evangélica del hijo pródigo, aquí representado por los españoles subsidiados (extremeños, andaluces, manchegos, murcianos…) que se gastan alegremente los fondos de la caja común con gran indignación del hermano mayor catalán, auténtico sostén responsable del patrimonio familiar.

En el parentesco consanguíneo no puede regir el derecho a decidir
Pero ¿qué sentido tiene entrar en la pelea por el reparto de la herencia entre hermanos, cuando la ruptura de los vínculos amenaza con devaluar y descapitalizar el común patrimonio familiar? Aquí es donde interviene el conflicto entre las pasiones políticas y los intereses económicos, cuya compensación mutua, de creer al gran Albert Hirschman, está en el origen fundacional del capitalismo moderno (justo en la misma época y lugar en que se firmó el citado Tratado de la Unión). El interés económico también es una pasión tan egoísta como las demás, comparable al afán de poder, de fama o de gloria. Pero según la idea de los ilustrados escoceses (como Hume o Adam Smith) la pasión económica puede ser esgrimida para oponerse y contrabalancear a las demás pasiones políticas, en una suerte de divide et impera que permite controlarlas mediante la separación y el equilibrio de poderes (checks and balances), actuando el interés de auriga de Platón, director de orquesta o domador de leones. De este modo el interés material puede desviar y reconducir los incontrolables apetitos emocionales para sublimarlos de acuerdo al interés general. Con la ventaja añadida de que, así como las pasiones son discontinuas, imprevisibles y destructivas, el interés en cambio se caracteriza por su previsión y constancia acumulativas.

La moraleja es obvia. En lugar de dejarse llevar por las bajas pasiones fratricidas, que les conducen a aceptar la ruptura del patrimonio familiar (“prefiero la ruina antes que repartir la primogenitura con mis pródigos hermanos españoles”), los responsables catalanes harían bien en tratar de sujetarlas para sublimarlas en beneficio del interés común. Así garantizarían la continuidad y la futura prosperidad de la casa pairal, que hoy amenazan con echar a perder jugándosela a cara o cruz en la contingente consulta plebiscitaria. Pues los ciclos de protesta (Tarrow) como el catalán actual cursan con apasionada intensidad. Pero tras alcanzar su clímax de apogeo empiezan a decaer, como sucederá con el inexorable declive que aguarda a la movilización secesionista. Entonces las pasiones épicas nos parecerán patéticas, si es que no ridículas. Y para evitarlo convendría sublimarlas poniéndolas al servicio de compromisos compartidos entre intereses recíprocos.

El problema, se dice, es que ya resulta demasiado tarde para pactar un acuerdo mutuamente beneficioso para todas las partes. Cuando se desatan las pasiones políticas, ya no hay espacio para el interés común. Pero eso sólo parece cierto en las relaciones conyugales, cuando el matrimonio de interés es destruido por la pérdida del amor. Ahora bien, nadie tiene derecho a echar por la borda el patrimonio familiar jugándose una herencia de las generaciones previas que debería legarse intacta a las sucesoras. Que los catalanes actuales quieran dejar de ser españoles no significa que tengan derecho a desheredar a sus descendientes. Por eso sería mejor asumir el espíritu de la parábola del hijo pródigo, que permite al agraviado primogénito superar su resentimiento si logra obtener un justo reconocimiento de su hermano menor (en la línea del principio de ordinalidad que remite al orden de nacimiento entre hermanos). Para ello no sirve cualquier arreglo, pues resultaría una ofensa que los demás españoles ofrecieran comprar la permanencia mercenaria de los catalanes con un pacto fiscal a la vasca como espurio soborno. Y en su lugar debemos pedirles que se queden con nosotros ofreciéndoles a cambio lo que sin duda más merecen: nuestro sincero reconocimiento de su identidad singular como primus inter pares.
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